El martes, 29 de abril, fue un día divertidísimo. La luz ya había llegado, los autobuses circulaban diligentemente, no había atascos por las calles, de ... los grifos manaba agua, las cervezas aguantaban en los frigoríficos, los bares estaban abiertos, las empresas funcionaban a todo trapo, los peluqueros atendían a sus clientes, las cafeterías servían desayunos, los trenes salían de la estación, en los quioscos vendían periódicos.
Pero los chavales no tenían clase.
A los más pequeños los padres los aparcaron en los colegios como quien guarda los juguetes en una caja de cartón. Los mayores fueron a los institutos, un poco despistados, y al ver el percal acabaron en los parques dándose gozosamente al botellín y al cigarrillo, sin saber quizá a quiénes debían agradecer este día festivo que de pronto les había caído del cielo, tan cerquita de un macropuente y justo después de la Semana Santa. Ante la intolerable proliferación de bulos que circulan por las redes sociales, me veo en la obligación de explicarles a los jóvenes riojanos cuáles fueron sus benefactores, por si quieren mandarles un emoticono de besitos por instagram.
A las nueve de la noche del día anterior iban a tener clase. Las luces ya habían vuelto a casi toda La Rioja, salvo en la zona de Cervera. El transporte público funcionaba. La gente estaba cenando en sus casas, y no de lata. Los enchufes cargaban, los móviles –salvo algún ocasional desfallecimiento– respondían. La Consejería ratificó que habría clase. ¿Por qué demonios no iba a haberla?
Porque a las diez de la noche, el Gobierno de La Rioja, en una decisión solo explicada –y mal– a posteriori, decidió elevar el nivel de emergencia y ponernos a todos en manos del Ministerio del Interior. Fue el colofón a una extraña jornada, en la que pudimos ver al presidente Capellán preocupadísimo, en una procesión por la mañana y en una misa por la tarde. Nadie del Ejecutivo regional salió a decir nada en todo el día y por eso quizá soprendió tanto que a las diez de la noche, cuando las bombillas hacía tiempo que habían vuelto a refulgir, solicitaran pasar al grado tres de emergencia.
Poco después compareció confusamente Pedro Sánchez. Dijo, como de pasada, que en las comunidades autónomas sobre las que había asumido el mando el Ministerio no iba a haber clases, aunque los colegios estarían abiertos. Una decisión perfectamente explicable en Madrid o en Sevilla, con el metro y los cercanías averiados, pero absurda en Logroño, donde la normalidad era ya absoluta y la vida, tan aburrida como siempre. Algunos padres y no pocos profesores ni se enteraron. Tampoco la Consejería se esforzó mucho por aclararlo, salvo por un mensaje nocturno enviado por Racima.
Horas después, ya al día siguiente, la delegada del Gobierno, Beatriz Arraiz, aseguró que la colaboración entre administraciones había sido extraordinaria. No podemos sino felicitarnos por ello, pero algún desajuste hubo para que, sin necesidad alguna, los colegios se convirtieran en meros aparcaniños y los adolescentes se dieran a la filosofía peripatética con una cervecita por los parques.
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