«Tuve que irme de mi casita de siempre en el poblado porque ya no podía estar allí desde que se murió mi madre», recuerda ... con pena Emilio Barrul, hijo de Adoración y Antonio, los dos fundadores (ya fallecidos) del histórico, y más veterano, poblado chabolista de la ciudad, el de Juana Jugan, que él abandonó para levantar su propia «chabolita» al borde la ronda interior, junto al polígono de San Cristóbal, ajeno a que allí, en su nuevo hogar, empezarían meses después las obras en curso de humanización de la VA-20. Tanto es así que su chabola está ahora literalmente rodeada por operarios y máquinas y los viales ya construidos del futuro parque y el carril bici que pasará al borde de la misma.
«Todos saben que estoy aquí y que aquí no hago daño a nadie», suspira Emilio, de 71 años -«para 72»-, antes de aclarar que «han venido muchas veces los policías y he hablado también con los trabajadores y nadie me ha dicho que me tenga que ir». Pero quizás ese momento llegue. «Yo no me meto con nadie y ellos pueden hacer los jardines, pero que me dejen quedarme porque no tengo a donde ir y tampoco estoy ya para trasladarme así por las buenas».
Su estancia en esta zona en obras ha sido, de momento, consentida por las dos administraciones implicados (el Ministerio de Fomento y el Ayuntamiento) hasta el punto de que se han colocado los bordillos por los que discurrirá el futuro carril bici al borde de la ronda interior, entre los cruces con las carreteras de Segovia y Soria, y removido los parterres para su ajardinamiento sin tocar el arbolado que oculta la chabola de Emilio.
Lo curioso del caso es que Emilio Barrul, uno de los doce hijos criados por Antonio y Adoración, vivió durante más de cuarenta años (desde 1979) en el poblado de Juana Jugan, situado entre el paseo de Juan Carlos I y la avenida de Madrid, frente al Benito Menni, esperando la llegada de la maquinaria que debía urbanizar los terrenos del plan parcial La Florida (destinado a acoger más de dos mil viviendas). Pero nunca llegaron. Y no tiene visos de llegar a corto plazo. Y cuando decidió mudarse por su cuenta ha tenido la fatalidad de levantar su chamizo, un cobertizo con ciertas comodidades levantado por sus propias manos con lo que «he pillado de aquí y de allá», confiesa, precisamente en un punto en el que el pasado otoño comenzaron las obras de humanización de la ronda, que esta vez sí pasan justo donde está su chabola.
«Al poblado no puedo volver, allí aún tengo a un hermano y a su cuñada con sus hijos y nietos -en torno a quince personas habitan aún Juan Jugan-, pero no puedo estar allí porque me parece estar viendo a mi madre todo el rato y me apena muchísimo», justifica Emilio antes de reiterar que en su caseta de la ronda, a la que en cuestión de semanas rodeará literalmente un carril bici, senderos y parterres ajardinados, quiere quedarse «para siempre». No lo va a tener fácil.
El chabolista, que no ha conocido otra cosa desde que nació en las graveras de San Isidro (allí se construyó la actual Comandancia de la Guardia Civil) y vivió después (desde 1979) en el poblado de Juana Jugan, reconoce que rechaza las ayudas sociales. «A un piso no me puedo ir y una casa no me van a dar y la verdad es que aquí, aunque estoy muy solo, me apaño bien y todo el mundo de por aquí me conoce y me ayuda con lo que puede», explica antes de concretar que su hogar, construido con sus propias manos, está levantado con «tablas, plásticos, palés....» cogidos de «por ahí y de lo que me han ido dando en las empresa de por aquí».
Y así ha levantado una, a su modo, coqueta «chabolita» que cuenta con un jardincillo de entrada entre el arbolado oculto tras una portezuela de chapa que cierra con una cadena y un candado. Allí se llega por un sendero que parte del canal del Duero a escasos cien metros de los muros de la antigua Granja Luisa -un vestigio ganadero, hoy ocupado por un clan, que espera desde 1972 su reconversión en parque-. En su interior, bajo una suerte de porche, Emilio almacena las «cuatro cosas» -unas barras, un viejo cuadro de una bici...- que ha encontrado y que le han «regalado» y por las que espera recibir «quince eurillos» del chatarrero.
Dentro, un recibidor con un espejo bajo una tenue luz azul (proyectada por la cubierta de sacos de plástico del mismo tono) da paso a otras tres estancias, cerradas también bajo llave, en la que Emilio tiene su habitación, una pequeña cocina con estufa -la alimenta con restos de palés recogidos a diario- y un soloncito. «Todos saben que estoy aquí, que no molesto a nadie y que puedo seguir aquí hagan lo que hagan fuera», insiste antes de ahondar en que «yo no quiero una casa ni un piso porque aquí esto bien y aquí me quiero quedar».
Sus padres, Antonio (fallecido el 5 de enero de 2016 a los 91 años) y Adoración (murió el 24 de agosto de 2024 a los 85), al igual que Emilio, también rechazaron siempre las ayudas, al no recibir una «casita baja», y optaron por quedarse en sus chabolas junto a algunos de sus hijos en Juana Jugan. «Toda la vida peleando y aquí se me ha muerto Antonio y aquí creo que acabaré también yo», anticipaba la propia Adoración Romero pocas semanas después de que enviudara. Y allí, en efecto, falleció el año pasado.
«Era muy buena, una gran mujer y una gran madre, y por eso no puedo volver al poblado porque parece que la sigo viendo...», suspira de nuevo Emilio, quien reconoce que en su nueva ubicación no solo está solo sino que se siente solo. «Estoy solo, muy solo, pero tiro para adelante con lo poco que tengo», se reafirma antes de lamentar que tiene «cinco hijos casados que hace años que ni se acuerdan de mí». De momento, y así lleva toda la vida, malvive con su ayuda social, lo poco que saca de la chatarra -que acarrea en su recién comprada bici de montaña- y lo que le dan.
Y así, en su soledad, aunque estos días rodeados de máquinas y operarios dándole un lavado de cara a las márgenes de la ronda interior, cuyo cierto abandono le permitió a él levantar su casita, quiere continuar viviendo Emilio Barrul, un chabolista que, tal y como reconoce, nunca ha conocido otra cosa. Sus padres, fundadores del poblado de Juana Jugan, al que contemplan ya 46 años de historia, tampoco salieron nunca de allí. Y allí murieron. Sin llegar a ver el ansiado grifo de agua corriente con el que siempre soñaron. Su hijo Emilio tampoco lo tiene. Quizás, en su caso, su estancia junto a la ronda interior tenga los días contados.
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