Hay partidos, como la final de Roland Garros 2025, que incorporan, después de la euforia por lo que has visto, una pequeña sensación de tristeza. ¿Volveremos a ver algo igual? ¿Será posible ir aún más allá? ¿Se puede jugar mejor al tenis? La respuesta es sí, ¿pero cuándo y cuánto? ¿Qué margen deja esta final para que otra pueda considerarse mejor?
Del mismo modo que el ser humano puede correr los 100 metros lisos en 9,58 (Usain Bolt, 2009), tenemos tanta seguridad de que algún día ese récord se puede romper como que el ser humano, por mucho que se proponga, no bajará de los nueve segundos en muchas décadas, ni de los ocho en siglos, y aun así se necesitaría una evolución del Sapiens.
Es decir, hay límites, también en el tenis. Y Carlos Alcaraz y Jannik Sinner, en algunos momentos del partido de este domingo, exploraron esas fronteras, las pisaron, amenazaron con cruzarlas en algún momento. Hubo puntos en los que sencillamente no se podía jugar mejor: no se podía pegarle más fuerte a la bola, no se podía ajustarla más a la línea, no se podía ir a más velocidad por tierra batida, no se podía estar más concentrado. Y todo esto, en la central de Roland Garros, durante la final de un Grand Slam a cinco sets, y desfilando por todas las emociones posibles en cinco horas y media para los fans de los dos tenistas, con alternativas hasta en el último set, cuando Sinner parecía doblar la rodilla y de repente se adelantó, y parecía hacer suyo el partido nuevamente.
Tuvo la final, por tener, hasta el regreso mitológico del héroe cuando, en el cuarto set, Sinner tuvo tres bolas de partido (0-40) con ya dos sets arriba. Es decir, victoria por liquidación de un tipo que en París este año no había perdido ningún set. ¿Mejor que Wimbledon 2008, Nadal-Federer? ¿Mejor que Wimbledon 1980, Borg-McEnroe? Para gustos. Pero sí: este ritmo no es el de entonces, ni esta fuerza, ni esta velocidad. Es pura evolución. El tenis ha entrado en una dimensión nueva este domingo y lo ha hecho de la mano de sus dos mejores apóstoles, dos chicos de 22 y 23 años que ofrecieron un espectáculo sublime.
Algo más: el miedo que dio Sinner en algunos tramos de partido y por qué era preferible, por el bien de la especie, que ganase Alcaraz. El italiano fue una máquina no casi perfecta, sino perfecta en muchos juegos. Llegaba a todo, lo golpeaba todo y lo ajustaba todo. Había algo ahí de inteligencia artificial en evolución suprema. Y cuando se enfrentan alguien que no falla nunca y otro que falla a veces, hay que ir siempre con el que falla a veces. El error (el ensayo-error más bien) nos hace únicos. Alcaraz empezó a variar: bolas cortas para traerlo a la red, bolas largas para prepararle una dejada, ángulos para cansarle las piernas. Y cuando uno tiene tal variedad de recursos y juega tanto la cabeza, se expone y falla más. Sinner, imperturbable, cañoneaba y corría la pista como una máquina procedente del futuro que vino a olisquearlo todo y a todo llevárselo por delante. Alcaraz representaba de alguna manera la resistencia del ser humano a que las cosas sean perfectas siempre, la necesidad que tiene el ser humano de avanzar curioseando, probando, divirtiéndose: jugar al tenis como uno juega en la vida, estrellándose de vez en cuando, saltando en los charcos, pasárselo bien y hacer pasárselo bien a los demás.
Que no vaya esto en detrimento de Sinner. Tipo espectacular, por otro lado. Corrigió al juez de silla una bola que dio mala de Alcaraz, y a él le “robaron” un saque malo de Alcaraz que ni el juez de silla ni el línea vieron, y eso que era un punto importantísimo que finalmente perdió. Su tenis, por lo demás, es tan perfecto que asusta. Pero es más monocorde que el de Alcaraz, es más seguro, tiene menos colores en la paleta. La victoria de Carlos Alcaraz este domingo, una de las más importantes victorias de la historia del deporte español (y será que no está alto el listón en el tenis, Rafa), es también la victoria de la aventura, de lo inesperado, de la sorpresa. De un tenis divertido y expuesto, más vulnerable, pero también, cuando llega la velocidad de crucero, un tenis ganador que pone a temblar a la gente de pura felicidad.
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