Hace poco la editorial Anagrama ha tenido el buen criterio de suspender de manera voluntaria la distribución del libro El odio, de Luisgé Martín, de manera indefinida. Y esta decisión ha abierto un debate encendido sobre si tiene o no sentido prohibir libros en una sociedad democrática. Una discusión que, desde mi punto de vista, está plagada de malentendidos y hasta me atrevería a decir de manipulaciones debido al peso sagrado que las palabras “libro” y “autor” tienen sobre algunas conciencias, hasta el punto de olvidar de qué y quién estamos hablando.
Convendría recordar que aquí no se ha prohibido ningún libro. Lo que se ha hecho es poner un obstáculo al maltrato de una víctima, en este caso Ruth Ortiz. En este sentido, el libro, su contenido, su autor, su libertad de expresión o su calidad literaria son irrelevantes. No hay ninguna idea que se prohíba o censure, lo que Anagrama ha decidido hacer voluntariamente es anteponer el derecho de las víctimas a su intimidad sobre sus intereses editoriales y comerciales. Es distinto prohibir un libro por lo que dice (expresión de opiniones extravagantes o transgresoras) que retirar un libro por lo que hace: socavar el derecho a la intimidad de una víctima.
Pero, si las cosas están tan claras, por qué se llegó a escribir, editar y casi a distribuir El odio. Se debe a que el libro, a pesar de toda la tecnología que ha llovido, sigue teniendo un principio de autoridad y de fascinación intelectual que para muchos implica, aún hoy, un sentimiento religioso. Esta creencia que considera el libro un objeto sagrado hace que, en ocasiones, resulte incuestionable como tal. Por eso no saltaron las alarmas en el proceso de edición y por eso sí han saltado cuando se ha frenado su distribución. Porque existe una clase de creyentes para quienes los libros son ley divina y consideran que han de estar por encima de las leyes humanas, en este caso del derecho a la intimidad de las víctimas. Da miedo pensar que además de soportar las guerras cruentas a que nos han obligado históricamente las religiones del libro tengamos que padecer también, a estas alturas, a los “radicales del libro”.
El libro no es ni debe ser un objeto sacrosanto y los escritores no son chamanes, sacerdotes ni vacas sagradas. El derecho a la libertad de expresión debe coexistir con otros derechos respaldados democráticamente. Porque lo que caracteriza a la democracia no es la libertad de expresión, sino el equilibrio entre derechos, que es lo que permite la existencia misma de cualquier derecho, incluido el de la libertad de expresión.
¿Quiere esto decir que no se puede publicar un libro porque no vaya a gustar a alguien? Evidentemente no. Significa simplemente que, aunque son muy pocos los frenos que la libertad de expresión de un creador puede tener, el derecho a la intimidad de las víctimas es uno de ellos. Y socavar este derecho anteponiendo al creador sobre la víctima hace flaco favor al libro y a sus amantes lectores. Por eso digo que defender al libro debe ser compatible con defender la responsabilidad de sus creadores, editores y distribuidores. Y por eso creo que la última decisión de Anagrama es una defensa decidida de los libros y de la labor imprescindible y responsable de sus editores.
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