Creo que es en La caída, de Camus, donde un personaje cuenta que una noche, cerca del Sena, oyó un grito que fingió no haber escuchado, de modo que continuó su camino para escapar de él, aunque le perseguiría el resto de su vida. Tanto si es verdadero como falso, posee el grito esa capacidad de instalarse en la memoria, ya sea en la de los soldados con estrés postraumático, ya en la de los espectadores ingenuos de Psicosis, la película de Hitchcock. Se podría escribir una historia de la humanidad desde el punto de vista del grito porque el primero que escuchamos, al menos hasta el parto sin dolor, fue el de nuestra madre al expulsarnos de su cuerpo, y luego el nuestro, al responderle con el llanto que produce la entrada a cuchillo del oxígeno en los pulmones. Hay, en fin, una fisiología interesante de esa manifestación sonora, que implica a varios órganos, y una psicología no menos compleja y sugestiva.
Pero de entre todos, quizá sea el mudo, el grito mudo, el que más capacidad exhibe de rompernos el alma. El de Edvard Munch, sin ir más lejos, lleva haciéndolo desde 1893, quizá después de uno de los ingresos del pintor en el psiquiátrico, quizá antes, no podemos saberlo. El de la imagen tampoco produce sonido alguno y, sin embargo, posee una calidad aterradora. Pertenece a una momia egipcia que lleva gritando (gritándonos) desde hace 3.500 años. El gesto de dolor, nos tranquilizan los expertos, podría deberse a un “espasmo cadavérico”, es decir, que la mujer no se murió aullando, sino que el que aúlla es su cadáver. Pero no sabe uno qué es peor, si el grito de la viva o el de la muerta.
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