Si se hace caso a los argumentos que se han utilizado estos días para oponerse a la reindustrialización que pretende Washington, es fácil concluir que EEUU es un país que está en las últimas. Si escuchamos lo que dicen sus millonarios y sus expertos, EEUU está muy cerca de convertirse en un Estado fallido, y mucho más con la clase de habitantes que lo pueblan.
La secuencia argumentativa ha sido la siguiente: no es posible reindustrializar el país porque no tiene mano de obra; puede que sus ciudadanos piensen que sería provechoso instalar fábricas, pero no quieren trabajar en ese sector. Quienes estarían más dispuestos son los inmigrantes, pero los están expulsando. Y en el caso de que los trabajadores desearan emplearse en puestos industriales, tampoco sería posible porque, como afirma Tim Cook, CEO de Apple, los estadounidenses carecen de talento: “Si quisiera reunir un grupo de ingenieros altamente formados, difícilmente se podría llenar la sala en la que estoy hablando. En China se llenarían varios campos de fútbol”. En resumen, no pueden instalar fábricas porque no tienen gente y la que tienen carece de voluntad y de capacidad.
A todo esto se le suma el hecho de que gran parte de los bienes de los que disfrutan, pero también de los que necesitan, se producen fuera de EEUU: desde medicamentos hasta armas para su ejército, pasando por alimentos o semiconductores. Sin los abastecimientos de sus suministradores, EEUU se vería en aprietos muy serios, porque tiene en sus manos la propiedad industrial e intelectual de muchos productos, pero no los productos en sí.
Si esta visión fuera cierta, EEUU no sería el Estado más poderoso del mundo, sino una inevitable víctima de su decadencia interna
En circunstancias normales, con EEUU como país hegemónico, esta situación no sería un problema, porque la fuerza de su posición y los beneficios del comercio bastarían para que los suministros siguieran fluyendo. Pero Washington ya no domina el mundo y las necesidades de seguridad se han vuelto mucho mayores. EEUU está demasiado expuesto no solo a China, sino a los vínculos exteriores. En ese contexto, implantar aranceles es contraproducente porque EEUU es tan dependiente de los bienes producidos fuera que cualquier guerra comercial que quiera emprender causará graves daños al país. China tiene todas las de ganar. En resumen, el país más importante del mundo no puede fabricar ni aunque quiera, y está tan vinculado con los países a los que pretende doblegar que no le quedará más remedio que acostumbrarse a esa situación.
Si esta visión defendida por el liberalismo del orden basado en reglas fuera cierta, EEUU no sería el Estado más poderoso del mundo, sino una inevitable víctima de la decadencia y solo le quedaría gestionar su declive de manera pausada.
Esta descripción de EEUU, tan habitual en los últimos días, ha sido realizada por un buen número de figuras públicas liberales, en general clases gestoras estadounidenses y europeas. Las exageraciones sobre las debilidades de EEUU tienen el propósito de desacreditar a Trump mucho más que constatar la realidad y encontrar caminos de salida a una situación difícil. Pero, con esa actitud, no hay manera de desautorizar a Trump sin llevarse por delante muchas otras cosas.
Un buen ejemplo son las reacciones a un tuit viral en el que se reproducían dos preguntas de una encuesta realizada por el Cato Institute y publicada por 'Financial Times'. El 80% de los estadounidenses afirmaba que su país estaría mejor si más gente trabajase en el sector manufacturero, pero solo un 25% aseguraba que a ellos les iría mejor si estuviera empleados en una fábrica. La lectura obvia que el sector liberal, de izquierda y derecha, realizó de esa contraposición es que los estadounidenses estaban contentos con recuperar la industria mientras no tuvieran que trabajar en ella: “Queremos llevar zapatillas Nike, no fabricarlas”.
Puede que muchos europeos apuesten por el gasto en defensa, pero pregunta cuántos de ellos dejarían su trabajo para ingresar en el ejército
Conclusiones tan endebles pueden provocar satisfacción en la burbuja de las clases gestoras, pero causan un daño político elevado. Son la clase de razones que dejan en evidencia a quienes las profieren.
Si se prosigue esa línea argumental hay muchas cosas que no serían factibles: puede que muchos europeos crean que es necesario apostar por un mayor gasto en defensa, pero pregunta cuántos de ellos dejarían su trabajo para ingresar en el ejército; se puede apostar por ayudar a Ucrania, pero pregunta quién estaría dispuesto a ir a la guerra. Hay ejemplos de todas clases: se puede abogar por unas calles limpias, pero pregunta cuántas personas dejarían su empleo para trabajar de barrenderos; o insistir en que es preciso contar con un Salario Mínimo Interprofesional decente, pero habría que ver cuántos de los expertos que loa apoyan preferirían cobrar el SMI a su salario. En definitiva, este tipo de razonamientos harían imposible la búsqueda de cualquier bien público, salvo que hubiera una disposición masiva a llevarlo personalmente a la práctica.
Más allá de los argumentos, es evidente que si la encuesta citada se aproxima a la realidad, su resultado dictamina que el 80% de los estadounidenses está a favor de reindustrializar. Hay pocos asuntos que alcancen un consenso tan elevado en una sociedad dividida como es la de EEUU. Y justo en uno de esos temas, las clases profesionales gestoras deciden colocarse frente a sus ciudadanos. Es curioso que las mismas personas que apoyaron y asesoraron a los derrotados demócratas y a republicanos no trumpistas suelan coincidir con las que critican la reindustrialización: quizá ese camino no sea el adecuado para ganarse la confianza de sus compatriotas. Y menos insultándolos al menospreciar su actitud y sus capacidades.
Si los progresistas, para combatir a Trump, optan por avergonzar a sus poblaciones, es fácil entender que esas afrentas pasarán factura
Este hecho es más complicado para los demócratas que para las derechas. El fracaso de Trump llegará si los propósitos anunciados no se cumplen y defrauda a quienes prometió trabajos mejor retribuidos y un nivel de vida más digno, pero de momento ha prometido algo que genera consenso entre los estadounidenses. Si los progresistas, para combatir a los republicanos, apuestan por avergonzar a sus poblaciones insistiendo en que son un montón de vagos que prefieren trabajos “cómodos”, como repartir paquetes, servir copas y cobrar en las cajas de Walmart, o que carecen de la formación para ocupar puestos que añadan valor, es fácil entender que esas afrentas pasarán factura.
No hay que olvidar que un 25% de los encuestados preferirían trabajar en el sector industrial que en su actual empleo. Una cuarta parte de los estadounidenses es muchísima gente, máxime cuando el porcentaje de empleo industrial actual está muy por debajo de esos porcentajes. Y son esa clase de personas las que habitualmente votaban al partido demócrata.
Esta dificultad de los progresistas para captar el signo de los tiempos también tendrá efectos en Europa. Es fácil imaginar que el gobierno alemán, porque así lo ha declarado, pretenda ajustar sus presupuestos, reducir las prestaciones sociales y apostar por fórmulas que devalúen los salarios para que sus empresas puedan ser competitivas en tiempos de aranceles. Si la izquierda se presta a ese programa señalando que es una necesidad de la época, sus votantes lo comprenderán mal.
La derecha populista tiene menos dudas al respecto. En Francia, Jordan Bardella (el candidato de Rassemblement National si Marine Le Pen no puede presentarse) afirmó en una columna reciente que “ha llegado el momento de repensar profundamente nuestra política comercial e industrial, de identificar y repatriar nuestras producciones estratégicas, reindustrializar masivamente nuestro continente y hacer que el made in France y el made in Europe ya no sean lemas, sino prioridades concretas”. Mientras tanto, las izquierdas apuestan por el libre mercado, las conexiones internacionales y la continuidad de los servicios como plan laboral de la gran mayoría de los países europeos.
La mayor parte de los ciudadanos verían bien que España tuviera más industria, mientras que las clases profesionales gestoras se opondrían
Así ocurre en España también, aunque aquí no ha habido una apuesta política decidida por la industrialización por parte de ninguna formación. Los progresistas han apuntado, en la línea de Biden, hacia la industria verde, y los conservadores solo se han manifestado contrarios a las importaciones de Marruecos. Es probable que en España exista la misma línea divisoria que en otros países occidentales: la mayor parte de los ciudadanos verían bien que España tuviera más (o mucha más) industria, mientras que las clases profesionales gestoras estarían en contra.
La reindustrialización es importante políticamente en dos sentidos. En un tiempo en el que el nivel de vida es declinante, es una promesa que puede calar en las clases con menos recursos, pero también en muchos territorios interiores. En España, las provincias que se sienten perdedoras verían bien un impulso industrial vigoroso, porque supondría un camino de salida a su declive.
En segunda instancia, en un momento internacional en el que el orden global ha saltado por los aires y regresan los imperios, la urgencia de contar con capacidades propias es acuciante. Depender tan intensamente del exterior es un problema que España y Europa están sufriendo de continuo.
Ambos aspectos aconsejarían que la industria fuera tomada mucho más en serio por los partidos políticos, en lugar de reducir todo a la mera lucha de los trumpistas contra el orden liberal del libre comercio. Los elementos estratégicos son relevantes en esta época, tanto en lo que se refiere a la cohesión social como a las fortalezas nacionales y comunitarias. Ignorar todo eso a costa de querer preservar un sistema liberal, el que se está yendo, que ha perjudicado a las clases medias y a las trabajadoras occidentales no es buena idea.
Quizá lo más importante en el asunto de la reindustrialización no tenga que ver con el hecho de que Trump logre o no ese propósito (si es que, en última instancia, eso es lo que pretende), sino con la activación política de poblaciones que aspiran a un nivel de vida mejor y a salir del circuito de trabajos mal pagados y con malas condiciones en el que muchos de ellos viven. Han comenzado a desafiar al statu quo de las décadas recientes preguntándose por qué los empleos mejor retribuidos se fueron a otros países, y una vez que esa impugnación se activa es difícil de detener. Trump movilizó a ese tipo de electores gracias a una promesa de mejora; los demócratas apostaron por la defensa del orden económico vigente y por resguardar la democracia de las tentaciones autoritarias, y es en lo que siguen. Convendría entender que la reindustrialización no es más que el símbolo de la exigencia de un cambio en las políticas económicas, y la opción política que sepa ofrecerlo de manera convincente tendrá mucho ganado. Más allá de los aranceles, el humor social está cambiando entre las poblaciones occidentales y este es un hecho muy relevante para el futuro europeo.
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