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Todos los que convivimos, o hemos convivido, con adolescentes sabemos que lo que para ellos es “de imperiosa necesidad hoy” pasa a un segundo plano cuando una nueva “necesidad semejante” pasa a ocupar ese lugar minutos después. Dicen, aunque no estoy del todo de acuerdo, que tiene que ver mucho con la revolución digital y las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Redes sociales y demás zarandajas, con los scrolls infinitos, parece que son en parte culpables de ese cambio de preocupaciones a la búsqueda constante de algo que acabe por gratificarles y que está por venir.
Quizás sí, quién sabe.
El caso es que, si nos salimos de la adolescencia (no me atrevo a decir a partir de qué edad) y nos centramos, por decirlo de algún modo, en la mediana edad, tampoco se sorprenderá nadie de que lo que es hoy “un drama de dimensiones mundiales”, mañana deja de tener importancia. Ya aparecerá en nuestros radares.
Daré unos ejemplos.
Hace unas semanas, debíamos comprarnos un kit de supervivencia porque estábamos a punto de entrar en una Tercera Guerra Mundial. Hasta la Comisión Europea animó a la población a “adoptar medidas prácticas, como el mantenimiento de provisiones esenciales para un período mínimo de 72 horas en situaciones de emergencia”. Este lunes, apenas semanas más tarde, con el gran apagón, esa recomendación cobró otro sentido cuando parecía que se nos había olvidado y que lo prioritario era aprender de macroeconomía para entender en qué nos afectarán las supuestas subidas y bajadas de aranceles.
Y así, en este carrusel de dramas que se desvanecen más rápido que un vídeo de TikTok, nos hallamos atrapados en un presente que parece diseñado —o dirigido— para que olvidemos. No importa cuán grave sea la crisis de hoy. Sea el genocidio en Gaza, los recortes sociales para financiar más juguetes bélicos o el cambio climático que nos cocina a fuego lento. Siempre habrá un nuevo “drama mundial” que nos distraiga mañana y nos aleje del anterior. De ahí que hemos pasado de reciclar la bolsa del supermercado para luchar contra el calentamiento global a proponer un gasto de 800.000 millones en armamento, que muy ecofriendly no parece.
Es como si viviéramos en un reality show global donde el guion cambia cada episodio, y nosotros, espectadores ávidos de emociones rápidas y baratas, aplaudimos o nos lamentamos desde el sofá sin mover un dedo.
Zygmunt Bauman, con su afilada visión de la “modernidad líquida”, seguro que se ríe de nosotros desde su tumba con un “si me hubierais leído”… Bauman ya nos advertía de que en un mundo donde todo es desechable —relaciones, valores, compromisos— nos convertimos en consumidores compulsivos de lo efímero. “¡Qué maravilla!”, diría con ironía, “una sociedad que cambia de preocupación como quien cambia de filtro en Instagram, disolviendo cualquier atisbo de solidez en un scroll infinito”. Y no le faltaría razón.
Pero no nos engañemos; esta adolescencia perpetua no es solo culpa de las pantallas. También hemos renunciado a lo que Hannah Arendt defendía como el único antídoto contra la alienación: la acción colectiva. En La condición humana (1958), Arendt insiste en que solo a través de la política —esa disciplina cada vez más denostada y cada vez más necesaria— podemos reunirnos para construir un mundo común tan alejado hoy de nuestras individualidades inmediatas.
Ella, también desde su tumba, se ajustaría sus gafas para decirnos: “Habéis convertido la plaza pública en un circo de selfies y trending topics, mientras el mundo se desmorona. ¿Un aplauso para la generación más comprometida de la historia, quizá?”.
¿Hace falta recordar que el compromiso y movilización juvenil por un rapero encarcelado o por el feminismo empieza y termina en una manifestación convocada a golpe de redes sociales y que se olvida dos días después?
Quizá es que al poder le interesa que todas nuestras inquietudes, banderas y reivindicaciones sean flor de un día, porque es la forma más segura que no puedan cambiar nada.
Es más que evidente que si queremos dejar de ser adolescentes eternos, necesitamos algo más que likes y retuits. Necesitamos recuperar la solidez que Bauman añoraba y la acción que Arendt reclamaba. De lo contrario, seguiremos saltando de drama en drama, como niños que se aburren de un juguete para pedir otro, mientras el mundo, el de verdad, no el de las pantallas, se consume en su propia tragedia sin que nadie se moleste en escribirle un final digno.
¿Es culpa de las redes sociales? Sin duda, amplifican el problema, pero es que este individualismo posmoderno, esta capacidad de que se viralicen las ideas que se inflaman y evaporan sin más, nos condena a una existencia fragmentada, donde el compromiso duradero es sustituido por emociones light, y parece que importa más el relato del día que las soluciones de largo alcance.
Y, mientras, aquellos que tenemos cerca a adolescentes, debemos pensar: si no somos capaces de educar a niños que toleran el aburrimientos, ¿cómo vamos a exigirle a un adulto que enfrente crisis complejas y no pase de pantalla? La solución, amigos, no está en apagar los móviles, sino en recuperar la capacidad de distinguir entre el ruido y lo primordial y, sobre todo, en no olvidar lo esencial.
Carmen Domingo es escritora. Su último libro es Coser y cantar. Las mujeres y la política en España (1939-1975) (RBA).