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Al punto más alto de Uruguay le llaman Cerro Catedral o Cerro Cordillera. Algo inmenso. Exagerado también. Es un páramo a 500 metros por encima ... del nivel del mar. «El terreno es completamente plano. Apenas hay subidas», explica el charrúa Eric Fagúndez. Ser un ciclista allí es una anomalía. Por eso su sueño le llevó a Euskadi, a Berango. Un cambio radical. «De repente me encontré muros y paredes por todos lados. Aquí cada carretera hay que tomarla con respeto», recuerda. El salto de continente no le dio miedo, ni siquiera dejando los estudios a un lado. El vértigo le entraba cuando coronaba un puerto. «Tuve que aprender a golpes. Y nunca mejor dicho», bromea.
Fagundez nació en Vergara. Con V. La fundó un brasileño en Uruguay para uso y disfrute de su familia. La fraternidad se pasó de generación en generación. Como la pasión ciclista de los Fagúndez. Abuelo, padre e hijo. Al último le gustaba algo más el fútbol de niño. Creció con Diego Forlán y una bici al lado. Al final se echó a la carretera. A ganar allá donde iba. «Allí había que buscar otro tipo de cosas para hacer las carreras atractivas porque no había subidas».
Cada victoria le enganchaba más al ciclismo y menos al pupitre. Los estudios se complicaban y tomó la decisión de dejarlos. «Mis padres siempre creyeron en mí y me apoyaron. Hoy en día está justificado», sonríe. La jugada le salió bien. Su entrenador, Agustín Margaleff, contactó con el prestigioso conjunto amateur, Cafés Baqué. Tenía un hueco. Era 2019. «Logré estar ahí. Sin dar grandes resultados, pero estuve».
Le alojaron en un piso de Berango. «La experiencia fue complicada», asegura. No estaba acostumbrado a tanta subida. Ni a bajar. «La primera vez que salí, me caí al suelo. Y de ahí, un par de veces más», sonríe. Una de ellas, en uno de los siete descensos de la etapa del miércoles, con final en Beasain. «Lo recordé perfectamente. No me acuerdo del nombre, pero sí de una curva un poco peligrosa que esa vez la tomé sin conciencia y ¡zas!».
Lo primero que le enseñó su estancia en el País Vasco fue «luchar contra los miedos que uno tiene». «Los de no conocer, los de tener que ir aprendiendo por sí solo, sacando consejos de donde se pudiese y bueno, siempre con la ambición de querer mejorar». Pese a que los resultados no llegaban, no cejó en su empeño. «Me matás si me preguntas el nombre. Pero me gustaba mucho ir a Bermeo, aunque me agarraba un poco lejos, para prepararme para la subida en un puerto durísimo que sale de allí». Sollube o San Pelaio, da igual. «Ahí agarré un poco más de feeling a la bajada», afirma.
Al Mundial sin casi competir
La aventura vasca apenas duró tres meses. El Baqué le veía potencial, pero superaba la edad para ser amateur. Luego llegó la pandemia, otro momento complicado. Sin competir no podía encontrar equipo. Otra oportunidad. Su padre, Alejandro y su hermano, Wayner, le decían que perseverara. Se atrevió a apuntarse al Mundial de 2021, dónde tuvo que abandonar tras verse involucrado en una caída múltiple y apenas tener asistencia de su modesta selección. Al año siguiente, el Aluminios Cortizo se interesó por él. Se fue a Galicia y allí corrió, mejoró en las bajadas y empezó a ganar en la Copa de España sub-23.
El Cortizo gallego es el filial del Burgos, de nacionalidades tan variadas como una fiesta Erasmus. Japonés, mongol, guatemalteco, neozelandés, eritreo, griego, uruguayo... Le hicieron un contrato de dos temporadas y le alojaron en un hotel en las afueras de la capital castellana, dirección Vitoria. En la primera ya brilló en China y acabó La Vuelta. «Aluciné. No fue fácil», dijo en Madrid. El año pasado ya corrió la Itzulia, fue 3º en Asturias y ganó dos etapas del Tour of Qinghai Lake. Una vez renovado, otro paso al frente. 5º en O Gran Camiño y 27º en lo que va de Itzulia. Sin finales en alto, todo cuesta abajo. «Ahora tengo mucha confianza y me gustaría retomar el tema académico. Esto no va a durar siempre y me gustaría seguir vinculado al deporte», remacha el charrúa, que ya sabe bajar.